La quiebra de la nación

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Juan Antonio Molina


Periodista y Escritor


La Historia nos enseña que la corrupción y el paro siempre han sido dos elementos de confluencia explosiva para las naciones. Pero si estos fenómenos, además, se inoculan mórbidamente en una democracia débil como la española, supeditada en origen y en la praxis a los intereses de unas minorías económicas y sociológicas ajenas al escrutinio democrático, nos encontramos con una crisis sistémica metastizada en todos los vericuetos sensibles del país. Un Estado privatizado sin proyecto de nación, que empobrece a sus ciudadanos, que expande la desigualdad, que limita los derechos y las libertades cívicas, carece de lo que Mommsen, al describir las costumbres de Roma, llamaba un vasto sistema de incorporación.


Se ha producido, como consecuencia, cierto vértigo centrífugo en la poliédrica realidad social, territorial, institucional y ética en un país donde la tradición autoritaria propició la carencia de un espíritu colectivo, a la manera del volksgeneist alemán o del republicanismo francés surgido tras la revolución de 1789. O de la propia revolución americana, cuya estela aún se deja ver dos siglos después. Una nación es mucho más que una bandera o un terruño. Es una identidad cultural y un modelo de convivencia de cuyo hiato en el caso español se benefician, con halconera avidez, los que pretenden refundar el Estado a la hechura de sus intereses minoritarios ante una izquierda que en su proceso adaptativo al sistema fruto de la Transición política no sólo se desembarazó de las teorías de Marx sino de la visión crítica y regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza y de lo mejor del krausismo.


Vivimos un trance de fin de régimen semejo al de la sociedad borgoñona del cuatrocientos que padeció un pesimismo y una melancolía en gordo por el convencimiento de que la caballería y la idiosincrasia caballeresca, fuera de los convencionalismos cortesanos, estaban en contradicción con las realidades de la vida. Un Estado que actúa sobre creencias inertes, en el lenguaje de Ortega, sufre siempre aquella imprevisión que refleja la película que Vsévolod Pudovkin rodó en los albores del cine soviético, "El fin de San Petersburgo", en una de cuyas escenas se pueden observar a los especuladores afanados en sus asechanzas bursátiles mientras en la calle se agita el pueblo en vísperas de la revolución.


La crisis económica se ha convertido en una crisis sistémica en la que el régimen intenta reconstruirse sobre una realidad impuesta que, a su vez, significa la fines realitas de la ciudadanía como portadora de derechos y libertades cívicas. La derecha, afanada en la consolidación de su programa máximo bajo el convencimiento de que sigue existiendo el franquismo sociológico y la izquierda pensando que más allá del ortopédico consenso de la Transición no existe nada, transmiten a las mayorías sociales una sensación de aislamiento de la realidad que ha conducido a que se considere a los políticos como uno de los principales problemas del país.


El Partido Popular está reconduciendo el proceso de la Transición al autoritarismo sin paliativos que constituye el numen de su ideología. En el caso de la izquierda, habrá para ella pocos caminos de largo aliento si no se atiende a la advertencia de Albert Camus: "Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen". Por ello, para Dürckheim, el socialismo no es una ciencia ni una sociología en pequeño; es un grito de dolor, a veces de cólera, lanzado por las personas que sienten más vivamente nuestro malestar colectivo.


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